Descubrí la clave sin descubrir la clave. Fue un día de verano en la ciudad yanqui pacífica de Pórtland. Tenía 23 años y acabo de fumar algo de yesca en casa con los amigos. Fuimos a un parque al lado del rio donde unos tipos negros estaban dándole un concierto informal al aire libre. Acabaron de empezar y el baterista todavía estaba arreglando su equipo, sus baldes de plástica, pero ya iba bateando un ritmo contra postes de señal y varias vainas.
Ra-ta, ¡ta! ¡ta! ¡ta! Ra-ta, ¡ta! ¡ta! ¡ta! Ra-ta, ¡ta! ¡ta! ¡ta! ¡ta! Y de nuevo se pone a arreglarse el equipo un rato, y luego de nuevo—
Ra-ta, ¡ta! ¡ta! ¡ta! Ra-ta, ¡ta! ¡ta! ¡ta! Ra-ta, ¡ta! ¡ta! ¡ta! ¡ta! Y mira, ahora ya queda arreglado el equipo y se asienta.
Ra-ta, ¡ta! ¡ta! ¡ta! Ra-ta, ¡ta! ¡ta! ¡ta! Ra-ta, ¡ta! ¡ta! ¡ta! ¡ta! -mientras le corría el sudor, y así sigue el ritmo sin fin ni principio-. En aquel entonces me pega la clave a mí aunque todavía no sé cómo se llama ni que tiene nombre.